¿Yo? Kkangpae desde chiquitito
Admito que últimamente estoy bastante pesadito en cuanto al mundo del manga se refiere, pero es que con tantas lecturas continuas que van saliendo al mercado, es preciso y necesario saber qué elegir para leer. He relegado –afortunadamente para mi madurez– bastantes capas y mallas en favor de epopeyas homéricas como empezar One Piece, tener por fin en propiedad y volver a disfrutar de Hellsing o ampliar mi lista de pendientes con series de violencia desproporcionada como Shūmatsu no Valkyrie o Kengan Ashura o incluso algo más contenido como Jigokuraku. Hasta tengo en el radar una serie a lo Oliver y Benji llamada Blue Lock con un argumento deportivo-agresivo muy interesante.
A lo que iba, que tras esta nueva iluminación y tras caer de rodillas y admitir que el manga y su exacerbada exageración de dramatismo hasta para sacar unos palillos y comerse un ramen de sobre, la libera de ataduras y la convierte en el Santo Grial de las lecturas por encima de continuidades y burdos encorsetamientos que no llevan a nada. Bueno sí, a aburrir en la mayoría de los casos. Y, en medio de toda esa casi religiosa iluminación, mi sensei Frank me recomendó una serie que consideraba que podría gustarme por todo lo que he mencionado antes y ahí, amigos míos, surgió el amor por Sun-Ken Rock que, aunque no es comparable a mi lascivo meneo de lengua cuando leo Berserk, le sigue muy de cerca.

Y, es que la historia de Ken, protagonista del manga, no es nada del otro mundo ni se ha inventado la rueda o descubierto una nueva forma de narración con ello. Diría que es justo al revés. Sun-Ken Rock es un seinen como otro cualquiera con unas dosis de violencia espectacular en sus formas y bruta como ella sola, pero con mucho sentido común. Esto no es el «tiro del tigre» de Mark Lenders, ni pretende destrozar olas del mar a patadas, pero el despliegue de artes marciales tanto tradicionales como mixtas y una selección de personajes como si de un Street Fighter, Tekken o Fatal Fury se tratara lo hacen sobradamente atractivo al lector ávido de luz, fuego y destrucción.
Toda una historia que gira en torno a la Yakuza japonesa para acabar girando frenéticamente a los bajos fondo de Corea del Sur, a la mismísima Seúl donde los diferentes grupos organizados convertirán la historia en un puto videojuego sangriento para ver quién domina el país desde la más profunda oscuridad. Pero si algo caracteriza a Boichi aparte de su acertado fanservice es que compagina el humor más absurdo con la acción frenética. Nunca vas a esperar esa situación cómica absurda antes de una batalla campal a muerte con la mismísima Camorra o la Cosa Nostra o incluso después de una durísima victoria o durante una huida in extremis por la puerta de servicio mientras cientos de tíos trajeados te persiguen bajo una lluvia de plomo.

El que conoce a Boichi sabe lo que disfruta el mangaka metiendo fanservice a la japonesa pero si tiene algo que le hace destacar extrañamente a Mujik Park –sí, es su nombre real y no es japonés sino de la mismísima Seúl– es que sus culos, tetas enormes y posturas de pajillero exudando testosterona, no consiguen desentonar o al menos a mí me da la completa sensación de que tienen que estar ahí para no aporta nada pero que sin ellas pierde chispa. Que se abandona esa esencia del autor que puedes descubrir en cualquiera de sus obras, ¿podemos decir que Boichi está salido como buen oriental, pero que sabe dónde poner unas buenas tetas o las clásicas bragas blancas y sus correspondientes aperturas de piernas o le ha vendido su alma al diablo cual Robert Johnson para que hasta haciendo lo que hacen todos no reciba críticas sino más aplausos del público?
Aunque mucha culpa de ello la tiene de forma descarada el soberbio dibujo del que hace gala en todo lo que hace. Lo del coreano es de otro nivel artístico que bebe directamente de esa velocidad furiosa y detallada de líneas cinéticas vibrantes –¿os suena un tal Kentaro Miura? Pues eso mismo– y que hacen temblar el tomo en tus manos, y aunque no posee el detallismo obsesivo de Shin’ichi Sakamoto –echadle un ojo a su Innocent porque vais a caeros de culo– las páginas completas y las perspectivas imposibles junto a una anatomía caprichosa a veces y escrupulosa hacen de esta historia –y todo lo que hace en general– es una obra de arte a tener en cuenta.

Te sientas cómodamente en el sofá, enciendes la consola esperando repartir hostias como panes a todos tus rivales mientras te bebes una cerveza bien fría y disfrutas de tus perfect o fatalities mientras el ego sigue llenándote el pecho sin control. Te sientes Bruce Lee, Tong Po, Zangief, Jim Kazama o el mismísimo Kareem Abdul-Jabbar en Operación Dragón mientras la lista de enemigos caídos sigue aumentando. Todo eso y más es Sun-Ken Rock y os puedo asegurar que no es moco de pavo.
Ficha técnica