Desencanto millennial ante la opresión sistémica
Mi querida amiga, compañera de podcast y, por algún desafortunado capricho del destino, editora, no deja de atosigarme para que escriba y entregue más reseñas. Bien es cierto que yo podría poner más de mi parte, ya que desde que arrancamos con esta web, no sin mucho dolor y sufrimiento, apenas he podido pasarme más que en una ocasión para hablaros de mi adorado Donny Cates. Pero, últimamente, apenas saco tiempo para mí, para leer, y mucho menos para sentarme a reflexionar sobre lo leído o tratar de escribir algo coherente que derive de esa reflexión. Y es precisamente por esto, por el agotamiento constante, la angustia y el estrés derivados de la presión social y laboral a la que la gran mayoría estamos sometidos actualmente, y que inconscientemente acabamos volcando en nuestras aficiones y pasiones, como en mi caso es el cómic, por lo que he decidido escribir esta reseña en este tono. Bueno por eso y, como decía al principio, por tocarle un poco las narices a mi apreciada Berta.
De lo que hablo es de esa incesante presión que sentimos por producir, por generar contenido, por aprovechar el tiempo, aunque sea el tiempo de ocio, en hacer algo productivo. Esa sensación de que no puedes permitirte descansar después de comer un domingo o de que tienes que estar haciendo algo que te realice como persona a cada instante, aunque sea jugar a videojuegos o leer cómics. Pero si lo haces, tienes que hacerlo bien, tienes que hacerlo por algo. Esa sensación de que hasta el ocio es obligación, que estoy seguro que, como yo, muchos de los que leéis esto la habéis sufrido en algún momento. Siento deciros que nada de esto es un sentimiento legítimo que emane de nuestra propia consciencia o de nuestro interés por seguir creciendo como personas y descubrir cosas nuevas hasta en aquello que nos entretiene. No, realmente es un un síntoma de la presión de un sistema económico-social que nos oprime como a rehenes.

Por desgracia, parece que hemos normalizado esta percepción de que sólo valemos lo que producimos. Más concretamente lo que producimos para que otros se lucren con el fruto de nuestro trabajo mientras nosotros nos morimos de hambre igual. Algo que realmente es sintomático de cómo el engranaje del capitalismo nos pervierte y nos convierte en mercancía. Y he de reconocer mis privilegios como varón, blanco, heterosexual, de clase media (o que al menos aspira a ser clase media), del primer mundo. Es decir que, si yo estoy jodido, o al menos me creo que lo estoy, no puedo más que enrabiarme pensando en todos mis compañeros que están en las mismas o peores condiciones que yo, en quienes no cuentan con todas las ventajas de las que yo he podido disfrutar a lo largo de mi vida. Desde el acceso a una educación o el hecho de siempre haber tenido mis necesidades básicas cubiertas, algo que generalmente se da por sentado cuando realmente no es así. Hay mucha gente sobreviviendo en unas condiciones infrahumanas mientras yo pataleo y lloriqueo porque con veinticinco años no vea el momento de tener un trabajo digno o de pagar un alquiler que no represente el 100% de mi sueldo cuando menos.
Como digo, tengo suerte, pero eso no quiere decir que tenga que conformarme. Eso es lo que ellos quieren, individualizarnos, separados somos menos fuertes, menos contestatarios. Aceptar la precariedad y ponerle nombres que suenen chulos y modernos como “coliving” “job hopping” o “nesting” o todas estas mierdas que pretenden que normalicemos cuando no son más que un síntoma de la precariedad económica y social en la que vivimos. Es hacerle el juego a quienes se aprovechan de que demos por “normal” vivir en la mierda. Y esto es algo intolerable y que debería hacer que nos llevásemos las manos a la cabeza. Como igual de intolerable es que, en el contexto que todos hemos vivido durante estos dos últimos años, y nuevamente, debemos sentirnos afortunados los que seguimos aquí; los más ricos y privilegiados, ese 1% del 1% no haya hecho sino enriquecerse más, a costa del sufrimiento, endeudamiento y, joder, en muchos casos, las vidas del resto de los que estamos aquí. Porque, durante todo este tiempo, su mayor preocupación ha sido proteger su fortuna y escandalizarse de todo lo que les van “a quitar” a sus herederos cuando la palmen, en lugar de darse cuenta de todo lo que tienen que devolverle al resto de la humanidad.

Sé que Mis héroes siempre han sido yonkis no va de esto, o no esencialmente de esto. Pero no hay opinión, ni reseña, ni obra, ni persona libre de ideología. Así que solo quería dejar un poco más clara la mía (si es que alguien aún tenia dudas) y usar el minúsculo altavoz que tengo desde Los Invencibles Podcast para denunciar, protestar, patalear y lloriquear para que estas injusticias no se normalicen. Para que no se le siga el juego a las grandes empresas, partidos políticos y magnates para los que solo somos carnaza que usar para sus propios intereses económicos.
Pero, si se analiza desde cierta perspectiva, y ya digo bastante rebuscada y obviando el motivo principal por el que Brubaker y Phillips escribieron este cómic, que es un puro divertimento noir, en cierta medida sí va de esto. Quizá no desde la perspectiva de la protagonista, que ha vivido sus propios traumas mucho más graves y sentimentales que el resto de los personajes que la rodean y que la llevan a buscar una salida de este mundo en las drogas. Pero son precisamente estos otros personajes los que denotan el resentimiento que Brubaker siente hacia las clases pudientes, hacia quienes se aprovechan del sistema y utilizan sus privilegios para ser unos completos hijos de puta. Un tema que subyace en alguna que otra obra del guionista de Maryland.

En general, tenemos a un Brubaker que escribe con el piloto automático puesto, demostrando una vez más la facilidad que tiene para escribir personajes femeninos, casi tanta como para contar sucesos de lo más turbios, en los que suelen estar involucrados los mismos elementos: drogas, asesinatos, traiciones y un pobre desgraciado, ajeno a todo lo que está pasando, que se ve arrastrado por esta vorágine Tarantinesca y que no suele acabar del todo bien en la historia. Casi igual de pasmosa es la facilidad que tiene para retratar a personajes, especialmente secundarios o literalmente de relleno, con apenas dos frases, dotándolos de una tridimensionalidad que los hace del todo verosímiles.
Pero toda esta maestría, en un ejercicio tan corto, sólo es posible gracias al dúo artístico padre e hijo que forman Sean y Jacob Phillips en esta ocasión. Sean, el padre, a los lápices con un trazo más suelto y abocetado que al que nos tiene acostumbrados, pero que se complementa a las mil maravillas con el color vivo y psicodélico que le da su hijo, Jacob Phillips. Un arte que encaja a la perfección con ese tono nostálgico y melancólico que busca la obra y que hace que no sea una lectura de puro relleno, sino que pueda sacársele bastante más en una segunda y hasta tercera lectura.
Mis héroes siempre han sido yonkis es un cómic que principalmente me habla de la familia y de lo que estamos dispuestos a hacer por aquellos que nos importan, narrado desde la perspectiva del desencanto millennial por la sociedad que hemos tenido que heredar de quiénes estaban aquí antes que nosotros. Pero si tenéis que quedaros con un mensaje de toda la verborrea que he soltado en estos párrafos, que sea con este: la única forma de enfrentar la opresión sistémica es revelarnos contra quienes sostienen la correa que se cierra sobre nuestros cuellos, no enfrentarnos entre nosotros en un desesperado intento por la supervivencia a costa de quienes sufren la misma situación, ni evadirnos de la realidad como lo hace Ellie en esta obra. Conciencia de clase y empatía. Juntos somos más fuertes.
Ficha técnica
Título original | My heroes have always been junkies |
Autores | Ed Brubaker, Sean Phillips y Jacob Phillips |
Editorial | Panini Cómics |
Fecha de publicación | Junio 2019 |